DIOS EL HIJO -novena parte-
LOS OFICIOS DE CRISTO JESUS: Los oficios de profeta, sacerdote y rey eran exclusivos, y requerían en general un servicio de consagración por medio de la unción (1 Rey. 19:16; Exo.30:30; 2Sam. 5:3). El Mesías venidero, el Ungido – según apuntaban las profecías -, debía cumplir estos tres cargos. Cristo realiza su obra como Mediador entre Dios y nosotros por medio de su actuación en calidad de Profeta, Sacerdote y Rey. Cristo el Profeta proclama ante nosotros la voluntad de Dios; Cristo el Sacerdote nos representa ante Dios y viceversa y Cristo el Rey ejerce la benévola autoridad de Dios sobre su pueblo.
CRISTO EL PROFETA: Dios reveló a Moisés el cargo profético de Cristo: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y el les hablará todo lo que yo le mandaré” (Deut.18:18). Los contemporáneos de Cristo reconocieron el cumplimiento de esta predicción (Juan 6:14; 7:40; Hech.3:22,23)
CRISTO EL SACERDOTE: El sacerdocio del Mesías fue establecido firmemente por el juramento divino: “Juró Jehová, y no se arrepentirá: t ú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal.110:4). Cristo no era descendiente de Aarón. Como Melquisedec, su derecho al sacerdocio fue establecido por decisión divina (Heb.5:6,10). Su sacerdocio mediador tenía dos fases: Una terrenal y una celestial.
EL SACERDOCIO TERRENAL DE CRISTO: El oficio del sacerdote junto al altar de los holocaustos simbolizaba el ministerio terrenal de Jesús. El Salvador cumplía perfectamente todos los requisitos necesarios para el oficio de sacerdote: Era verdaderamente hombre, y había sido “llamado por Dios” actuando “en lo que a Dios se refiere” al cumplir la tarea especial de ofrecer “ofrendas y sacrificios por los pecados” (Heb.5:1, 4, 10). La tarea del sacerdote consistía en reconciliar con Dios a los penitentes por medio del sistema de sacrificios, el cuál representaba la provisión de una expiación por el pecado (Lev.1:4; 4:29, 31, 35; 5:10; 16:6; 17:11). De este modo, los sacrificios continuos que ardían sobre el altar de los holocaustos simbolizaban la continua disponibilidad de la expiación. Estos sacrificios no podían perfeccionar al penitente, quitar los pecados, ni producir una conciencia clara (Heb.10:1-4; 9:9). Eran una sombra de la cosas mejores que estaban por venir (Heb.10:1; 9:9, 23, 24). El Antiguo Testamento decía que el Mesías mismo habría de tomar el lugar de esos sacrificios de animales (Sal.40:6-8; Heb.10: 5-9). Estos sacrificios, entonces señalaban a los sufrimientos vicarios y la muerte expiatoria de Cristo el Salvador. El, el Cordero de Dios, se convirtió por nosotros en pecado, llegando a ser maldición, su sangre nos limpia de todo pecado (2 Cor.5:21; Gal.3:13; 1Juan 1:7; 1Cor.15:3). Así pues, durante su ministerio terrenal, Cristo fue ambas cosas: Sacerdote y Ofrenda. Su muerte en la cruz fue parte de su obra sacerdotal. Después de su sacrificio en el Gólgota, su intercesión sacerdotal se centro en el Santuario Celestial.
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